jueves, junio 04, 2009

Después fue...

Después fue... tampoco sé que fue después, ni siquiera lo que vendrá después. Sólo sé que sonó el móvil y todo cambió. 

No quiero hablar de nada de eso, he rescrito este post como unas cuatro mil veces, le he añadido poesía, después se la he quitado, le he puesto corazón luego lo rectifiqué, lo impulsé con dolor y luego lo borré todo, hasta la última letra, todo para comprender que no podía escribir sobre ello. 
Para Juan. 



Muchas veces digo que yo no elijo lo que escribo, que las palabras me vienen solas como si fueran recuerdos, muchas de las cosas que escribo no las he vivido, hay algunas que me gustaría vivirlas y otras que sólo son producto de mi imaginación, en este caso todo es cierto, y dejaré a mis pocos lectores una de las historias más bonitas que he tenido el placer de contar, también agradecería un comentario, la historia lo merece. 

Estos días he andado muy triste, quien me conoce sabe porque, he desatendido a los amigos tanto a los que tengo cerca como a los que están lejos de mí y sólo nos unen las palabras y el frío correo electrónico, pero a los que quiero tanto como a los que tengo cerca, espero todos sepan perdonarme. Dentro de mi desidia hay una sola cosa que me ha llamado la atención y me ha sacado de mi autismo generalizado, y es ahí donde reside la historia.

Sólo he visto la luz para fumar, maldito vicio, salgo a la ventana de mi terraza, da poco el sol y poca gente me puede ver, pero de madrugada, cuando todo esta aún negro y la luz empieza a asomar, el alba empieza a acariciarme la mejilla, el sol enseña la cara, malo para mis ojos, y la vida se pone en marcha de nuevo, el estertor del rocío me humedece los codos y un dulce tintineo resuena por la calle, miro hacia abajo y hay un grupo de pequeños gorriones gorgojeando en medio de la calzada, caminan dando pequeños saltitos y agitando las alas con extremada precaución, revolviéndose unos con otros en una majestuosa muestra de la belleza que tiene la naturaleza y a que veces nos falta a los seres humanos, pero (siempre hay un pero) te encuentras a alguien que te demuestra que también tiene esa parte de belleza que suelo echar de menos en las personas. Miro más atentamente y me doy cuenta de que los gorriones están tan alborotados porque están comiendo y veo como unas migajas de pan caen desde lo alto, alzo la mirada y me encuentro a un hombre ya senil sentado en el balcón con un trozo de pan blanco en sus manos muy ajadas, lo desmiga con sumo cariño y migaja tras migaja alimenta a los pequeños pajarillos. Aquella imagen me calmó, me hizo despertar, me hizo sentir bien y durante dos días observé aquel hermoso ritual, tan bello como simple. Hablé del tema con mi madre y me contó que llevaba así muchos años, un día tras otro, pero que no tenía ni idea de quien era. Yo que soy muy curioso decidí visitar al hombre y la verdad es que su historia era muy triste a la par que hermosa, hablé con su hija que se encargaba de él y con mucho agrado me permitió visitarlo, hoy hace tres días que voy a verlo, siempre a la misma hora. 

Juan tiene alzheimer y durante estos días sólo me ha contado historias de su niñez, no recuerda quien es ni que trabajó en la construcción toda su vida, a mí me llama Pedro y yo le dejó que lo haga, dice que soy su amigo de la infancia, pero lo más sorprendente de la historia y, por ende, de Juan es que si recuerda porque da de comer a los pájaros, todos los días me cuenta la misma historia. Cuando era recién casado, todos los domingos se ponía su traje de los domingos y Ana, su mujer, se arreglaba con su vestido azul y se acercaban al parque después de ir al cine Galindo y ver una película. Después iban al parque y Juan tomaba un helado en verano y unas castañas en invierno, pero Ana no lo hacía, no quería helados ni castañas ni dulces, el poco dinero que destinaban a salir los domingos ella se lo gastaba en un panecillo de pan blanco, lo desmigaba con una gran ternura y alimentaba a las palomas del parque. 

Esta historia me dejó triste pero alegre, porque Juan dentro del agujero negro que es su enfermedad no anda tan perdido. Y, por supuesto, que en el blanco inmenso de su panecillo encuentra su propia felicidad recordando la risa de Ana dando de comer a sus palomas, recordando que una vez tuvo el más preciado de los tesoros y que su memoria, cansada y triste, no le ha privado del mayor de los consuelos, siempre es mejor recordar al ser amado que no haber amado nunca.