Hace tiempo que lo estaba
pensando, para no variar soy muy tardío a la hora de reconocer las cosas, y
casi siempre, más si son una verdad clara y llana. Siempre presumo de haber
perdido todos los trenes que llegaban al andén a la hora acordada y, siguiendo
con mi tardía costumbre, de llegar tarde a todos los sitios, lugares y personas
(léase mujeres) de mi vida en un eterno y, a la vez, efímero alarde de miedo
pueril donde lo más sufrido siempre acaba siendo mi maltrecho corazón (sin
contar ego, dignidad, autoestima y demás mierdas que nos alimentan), quizás ya
por costumbre, o tal vez, por intentar convencerme a mí mismo de que la
felicidad se encuentra en aquel país lejano donde se entremezclan indios,
sirenas, niños perdidos, un tío con un
garfio que huye de cocodrilo, un niño con más años que Matusalén vestido de
verde y saltando de nube en nube y una
enana muy sexy que tiene alas y va soltando a diestro y siniestro polvos
mágicos que te permiten volar. La verdad es mucho más simple que todo eso, y
aunque no la tengo toda conmigo, sí puedo empezar a atisbar un destello de
luminosidad incandescente y osar la propia osadía admitiendo que la sabiduría,
mejor dicho, que la ignorancia es la llave de todo.
Jode estar en plenitud de
facultades, ya no mentales sino sentimentales, conocer a cada momento que
sientes, que es lo que te duele y por qué. Esta es la mayor de las maldiciones,
maldición que a los Maya se les olvidó nombrar dentro de su amasijo de
catástrofes apocalípticas, que ya podrían haber avisado, por cierto. Y dentro
de esta coyuntura tan emotiva, uno, es decir, un servidor se pone a meditar
observando que hace un par de meses, debido a motivos amorosos, que son
aquellos que rigen el mundo de todas esas personas que no tienen mayor
preocupación que la de vivir (por méritos propios), estaba yo negando al mundo
y a toda existencia viva que lo rodeara, para darme cuenta en un instante que
la pérdida sufrida pasado un tiempo de rigor mortis sólo es un peso muerto o
lastre. Lo que nos lleva a la siguiente
cuestión.
Pasado este tiempo uno, es decir,
un servidor, vuelve a ese áspero interior oscuro al que algunos llamamos el
fondo del armario, otros ente inmortal, y probablemente un cura llamaría alma,
para repasar uno por uno todos los andenes donde mi tren paso de largo para
darme cuenta que no hay trayecto perdido en vano ni estación que no tuviera su encanto, pero si hay algunos vagones que
tienen ese olor (léase recuerdo) especial (igual que Sevilla con su duende), que sólo pasan una vez en la vida, o en mi
caso dos de momento, pero nos dejan una marca grabada a metal ardiendo en la
piel para recordar toda la vida que alguna vez tuvimos amor del bueno y no la
mierda de amores que vive la gente de hoy (y mira que me jode tener que hablar
como una persona ya adulta). Son esa clase de persona que tienen esa feromona
que te lleva a arder en la más azul de las llamas, aquellas por las que estabas
dispuesto a morir de frío una noche de enero sin mayor recompensa que un beso
en la mejilla y un apretón de manos, esas mujeres por las que empezamos a
escribir poemas, algunos mejor que otros, pasar noches en vigilia soñando con
la piel que dibuja el trayecto por unas piernas interminables o por las que
empezamos nuestra andadura en la vida de la mano de nuestro amigo Jony walker,
aunque esto último sería inevitable creo yo. Ese tipo de mujer u hombre, por si
alguna mujer lee esto, aunque lo dudo, que tienen ese algo tan maravilloso, es
y siempre debería ser a lo que todos deberíamos aspirar o a esperar, según el género
de cada uno.
Yo a ese tipo de mujer, aquí
viene lo bueno y mi revelación, la llamo Vero o en su nombre científico:
Verónica, es la marca más profunda que el amor me dejó, una hendidura hecha
cicatriz donde la corteza ya creció alrededor pero que retiene el paso de la
savia cada abril. Y a pesar de que algunas veces me he conformado con menos (léase
Marías) y que este tipo de animal no se da en ciertos hábitats muy
frecuentemente uno vuelve a pensar. Lo que nos lleva a la siguiente cuestión.
Desde la primera Vero, la
original y la más grande de las idealizadas, también cuento a la reina de las
reinas (omitimos el nombre), aquella que se quedó en un si es no es, de carácter
very strong y una tez tan morena como mi alma, de la cual estuve huyendo casi
toda mi vida por puro y casto miedo a que fuera la mujer de mi vida. Después de
sendas diosas no puedo encontrar otra que no sea (llamémosla P) aquella mujer que encontré hace ya unos años y
que por destierro decretado no puedo ni acercarme sin articular la mayor de las
estupideces, tan hermosa y dulce que cada palabra que sale de mi puño va
siempre destinada a ella, una Verónica de ojos brillantes con un pelo rojizo
como la Luna en una tarde de ocaso (y aquí es donde me pongo empalagoso). Para
ir concluyendo sin decir más de lo que no ofrece satisfacción decir, apuntar
que la vida siempre te va a ofrecer una Vero, la cosa es si tú estás dispuesto a
pasar noches de frío, a emborracharte por desamor, a escribir poemas y a
llenarte de desasosiego por ella, aun
sabiendo que lo más posible es que nunca llegues a conseguirla. Parafraseando a
Carlitos el de los Alcántara: "las chicas son un asco".
P. D. No sé si os habéis dado cuenta, pero en realidad no
hay ninguna cuestión.