Cuesta empezar, es una maldición tener todo
en las entrañas empujando por salir, y cuando ocurre, es casi imposible
comenzar a dibujar sobre el papel. No existe una manera de complacer a todo lo
que ocurre por la mente cuando tu pensamiento se centra en una sola cosa. Llegados
a este punto ya no importa la escritura, no interesa si mis letras son bonitas,
si el ritmo es bueno o si la impresión al leerlo hace al lector emocionarse.
Llegados a este punto la perfección está en contar la historia y dedicar todos
mis esfuerzos para sacar todo lo que encierra mi alma para no ahogarme en estanques
de silencios involuntarios ni en palabras que no pude decir cuando debía o
miedos que me acechan cada vez que tomo la misma decisión.
La perfección existe (me permito creer en
ella).
“Que corto se me ha hecho el viaje” pensaba
mientras ella bajaba de mi coche. Caminaba, como otras tantas veces lo he
hecho, pensando, divagando, un amigo me hablaba, pero no escuchaba. “Podía
haber durado un poco más” seguía pensando. Recordaba el trayecto, cada bache,
cada curva, cada casa, cada instante; la luz de las farolas traspasaba el
cristal y te alumbraba medio en penumbra la cara (me guardo para mí lo que
pensé) y se hacía todo cada vez más corto, el viaje, el mundo, la vida, todo se
empequeñecía menos tú. Mientras bajabas, estúpida desconocida, pensé: “¿Quién
eres tú para cambiarlo todo ahora?” y sonreí con un adiós tan corto como mis
ganas de huir sin mirar atrás, el mundo empequeñeció aún más y el calor fue
insoportable.
Aunque alguien discreparía, yo no soy Ismael
ni ella es Carola, tanto uno como otra eran perfectos (sigo creyendo que
existe). La perfección existe lo complicado es encontrarla. No es un canto al
amor como casi todo lo que escribo pero sí una declaración de intenciones.
Perdiendo la noción del tiempo, buscando tu
rostro entre multitud de personas (y no son cataratas ni la edad), pensando
durante horas, pensando en una sonrisa, ¿quién eres tú, para cambiarlo todo
ahora?
Estaba feliz, escondido entre las sabanas de
mi cama, había aprendido a huir, a permanecer en la oscuridad, solo, tranquilo,
mirando tras el cristal las tardes de lluvia sin anhelar nada más que respirar.
No tener sueños siempre da ventaja. Era feliz, muy feliz. Vivir sin necesidad
de que el día transcurriera, las noches pasaban sin sueño ni sueños y el mundo
era todo lo amplio que necesitaba para vivir. Todo ha cambiado.
Ahora, quiero, necesito que los días pasen
rápidos, vivo idealizando, imaginando, soñando, sintiendo como a golpe de
sonrisa, de cruce de miradas, de observarte desde lejos mi corazón se compone,
se unen los pedazos y nada importa. Toda una vida de penurias, tristezas,
traiciones y piedras, ya no importan. La perfección es borrar todo eso con una
sonrisa, con una mirada sin intención, volver a la adolescencia, a tener ganas
de luchar a no rendirte nunca. Quizás mi alma de soñador incansable o los
demonios que me disfrazan de persona atormentada me hacen idealizar o tener
alucinaciones donde solo hay espejismos. Quizás todo esté ya marcado por el
halo del destino o quien quiera que tire los dados. Puede que mi sentimiento de
jugador haya encontrado un nuevo juego o que de llevar tanto escondido
simplemente encuentre en esos ojos una excusa para salir al mundo de nuevo, o
que sea tan perfecta que pueda tirar muros (que tardaron siglos en ser
erguidos) tan solo con una mirada.
Ahora, mi cama ya no tiene olor, mi almohada
reniega continuamente de mí, tanto que la abracé. La rutina está por asesinarme
y mientras planeo encuentros fortuitos y conversaciones furtivas e intento
disimular mis carencias (lo inútil que soy), los recuerdos ya no me visitan a
oscuras, el pasado parece haber cerrado la puerta del infierno donde nací,
viviendo a frases de Ismael: “que no está perdido aquello que no fue” intento
vivir el minuto a minuto, intentando encontrar las baldosas que me lleven a
soñar durante un poquito más de tiempo. Para despertar y darme cuenta de que
aún sigue en mi coche, que no se ha bajado, que la penumbra sigue iluminado su
rostro.
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