De cristal opaco, soplado
con dulzura al más dulce de los fuegos, están hechas las ilusiones,
llegan hasta el agujero donde se guardo las noches con etiqueta de
olvido, puesta en rojo y anudadas con una cuerda de guitarra hecho de
cabellos negros. Es esa ilusión que guardo en el fondo del corazón
con el color oscuro de mis lágrimas que serpentean y retuercen mis
palabras, tanta luz en mi cabeza, tanta poesía en mis labios y no sé
por qué sigo bebiendo de los atardeceres sombríos. Será mi corazón
ese agujero donde arrojo todo aquello que ya no necesito esperando
que un milagro ocurra algún día, que la noche cambie de opinión y
mi alma se haga diurna o mis lágrimas diáfanas.
Son todos esos fantasmas,
los que viven y los que no, dentro de mi armario, algunos perdidos
bajo mi cama, otros viven dentro de ella, pero los que asustan son
los que tengo bajo la piel, sintiendo en cada latido mis oscuridades,
pesadillas, miedos y fracasos. De ellos aprendí a ocultar mis
cicatrices, aprendí a huir en amores fracasados, y a veces, siento,
que todavía, amor mío, tengo ese demonio en el hombro.
A medias, sé que vivo
entre ese mundo de fantasmas y cicatrices, inseparable el uno del
otro. Alimentados unos por ilusión, los otros por el amor, todo el
que desperdicio, todo el que se escapa en el vertedero al que una vez
llamé corazón. Siendo especial, de vez en cuando, amante algunas
noches y otras simplemente la carnaza para mis tropiezos.
Siempre anochece, y
mientras sea así, siempre tendré un lugar donde volver, siempre
estará ese mundo donde puedo cerrar los ojos y todo es especial. Al
pasar el dedo, noto el surco que dejan las cicatrices, las hendiduras
sobre mi piel. Siempre habrá donde volver, siempre habrá fondo de
armario, siempre habrá una cama y siempre existirá un demonio sobre
mi hombro.
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