sábado, julio 31, 2010

Con sinceridad

Se tiñen los días de azul, mañanas opalinas, tardes opacas, grisáceas, tormentosas; teñido el día de amarillo ardiente y del azul más irisado, de color cambiante que desdobla su silueta en la penumbra, entre los trazos de mi amargura, como hilos en el aire de la soledad más insidiosa. Entre los suspiros, miro al vacío que me dejó la ausencia de una piel rozada en un lecho tan pequeño, y vuelvo a mi suspiro. Mirando la lejanía y pienso: Dios! Me siento tan solo. Perdido entre la multitud errante, en el fragor atropellado por recuerdos abigarrados e intrincados, por la ausencia que tanto añoro, por el dolor de la tinta solitaria que siempre impregnan mis poemas, ¿o era el olor? Ya estoy cansado de ser poeta, de sentirme poeta de amores no correspondidos, de pasar días que parecen semanas, horas que parecen años y pestañeos que duran una eternidad; cansado de permanecer inmóvil, sentadito, inerte, siempre en aquel banco del parque oteando el cielo plateado, las hojas verdes de los árboles meciéndose al antojo de la vida mientras lleno mi cuaderno de versos y renglones que nunca se leerán, que nadie leerá, que yo no leeré. Cansado de escribir historias, de papeles que sólo sirven para forrar la caja gris donde guardo mi corazón. Cansado de que mis propias palabras me alejen del mundo, de no ser normal, de ser tan especial que lo normal me sabe a poco, de saber que sangro, que río, que lloro, cansado de rabia, de ira, de infructuosa desidia, cansado, en fin cansado.

Son días, teñidos de azul, por supuesto; de cantos de sirena, de monte grisáceo, de paseo ribereño, del Segura a borbotones, de sin calor humano. Tardes de ópalo, y noches de tormenta como castigo por amar una vez y engañar mil, castigo por aquella media verónica en la noche del ruedo, por pensar en la niña del pelo rojo, por pensar en que al ser tan especial siempre me acabo volviendo vulgar. Y vuelvo a pensar que estoy cansado o, que simplemente, estoy solo y aunque siempre vuelvo a mi cuaderno, aunque siempre acabo volviendo a mi cuaderno, a mi lápiz del dos, a los folios arrugados llenos de polvo que guardo en algún rincón de mi casa; y a los cuadernos que ya no puedo volver, a las niñas del instituto que veo de década en década y me recuerdan: “el otro día me encontré un poema tuyo”, al cuaderno que vino a curarse el alma y después se fue dejándome el alma repleta del odio más hiriente y de la rabia más autodestructiva que puede existir.

Son días, si soy sincero, de amargura, de tristeza, de una tristeza tan grande que el simple hecho de levantarme de mi cama me llena las venas de veneno y el corazón de plomo. Días en el que el azul me importa bien poco, y el amarillo ardiente se puede ir a hacer gárgaras. Lo cierto es que últimamente la espalda me pesa y el cansancio me desborda, cansancio de ser el paño de llantos de la gente insomne, de ser el muro de las lamentaciones, de saber que piensa la gente tan sólo con mirarla, de mi puñetera empatía. Quizás esté cansado de estar cansado, odiar a este odio y maldecir esta puñetera maldición. Seguramente me merezca el castigo por mis actos anteriores, seguramente no hay redención para aquella persona que fui, y aunque poco queda de él en mí el castigo parece que aún perdura.

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