miércoles, noviembre 19, 2008

La chica de la cafetería

Y sin embargo. Joaquín Sabina, Darle al play

Los recuerdos son un regalo que el tiempo te hace, de ahí que sean algo muy preciado para mí; me han enseñado a vivir mi presente preparando el futuro sin olvidar mi pasado; por ello, los antiguos recuerdos que me interesan los guardo con cariño y los que no me interesan los quemo para que no molesten, siempre intentando hacer nuevos recuerdos. El recuerdo más preciado que tengo es Eva. El día que la conocí. 

Recuerdo el día que conocí a Eva, lo tengo grabado a fuego en mi retina. Era un día lluvioso, una lluvia como un estertor, una pequeña capa de agua constante que mojaba y enfriaba pero que hacían que ese día estuviera bello miraras por donde miraras, con su cielo blanco, su textura grisácea y opaca y las flores del jardín empapadas. Era mi primer año en la universidad y estábamos en el último mes de invierno y la primavera empezaba a asomar la cabeza pero el invierno aún nos regalaba días tan hermosos como aquel. 

Todo empezó en la biblioteca, por aquellos entonces estudiaba filosofía, y en aquel específico día preparaba un trabajo para “Historia de las ideas Políticas”, el trabajo estaba casi terminado pero había un concepto que yo no entendía, estuve casi una hora pensando en aquello, y durante esa hora, tres mesas más atrás, una chica; una chica que cada vez que yo levantaba la cabeza ella levantaba su mirada y coincidía con la mía con una compenetración casi natural, incluso algunas veces nos quedamos varios minutos mirándonos esbozando un tibia sonrisa. Pasada la hora descubrí cual era el concepto que me hacía falta: “El príncipe de Maqquiavelo”, eso era lo que me faltaba, así que me levante y me dirigí hacía el fondo de la biblioteca, no había nadie (debido a la hora y que en una biblioteca de filosofía siempre hay poca gente). Estuve buscando el libro y cuando di con él una voz tan tierna como dulce: -Perdona, ese libro me hace falta, vas a estar mucho tiempo con él-. Recuerdo que en el tiempo en que tardé en darme la vuelta y mirar, recé para que fuera ella y por suerte así fue. Yo me quedé callado y sonriendo como un inútil le di el libro ella me sonrió y volvió a su mesa. Pasé casi una hora y media sentado en mi mesa pensando en ella, y mirándola, pero ahora apartaba la mirada cuando éstas se encontraban, supongo que por vergüenza. Ella se volvió a levantar, recogió sus cosas y se marchó. Esperé unos minutos y me marché. Cuando llegué a la puerta del edificio ella estaba allí, no llevaba paraguas.

-Toma, yo no lo necesito.- Le dije sin pensarlo mucho, mientras ella se quedó allí mirándome con una sonrisa de inútil, cogió mi paraguas y dio media vuelta, yo me coloqué la capucha de la sudadera y suspiré. Ella volvió a dar media vuelta, me volvió a sonreír.

-Al menos déjame que te invite a un café.- Otra vez esa voz tan tierna y dulce. 

No hace falta decir lo que pasó a continuación, aunque me mojé un poco, pasamos corriendo el jardín que separaba la biblioteca del aulario y fuimos a la cafetería,  estuvimos allí…? la verdad es que no sé cuanto tiempo estuvimos allí, los dos teníamos clase, pero ninguno acudimos a ellas, hablamos durante horas, de muchísimas cosas, frente al cristal de la cafetería manchado por las gotas de lluvia que caían. Llevaba el pelo recogido en una cola y dos mechones le caían por el rostro hasta las mejillas, tapando uno de sus grandes ojos negros. Tenía la mirada más perdida que jamás había visto, y su sonrisa esbozaba una inquietante tristeza. Pasaron las horas y nosotros seguimos hablando y sonriéndonos como dos colegiales. Comimos allí y casi cenamos, hasta que se hicieron las nueve de la noche, hora del último autobús. La acompañé a la parada y antes de que llegará el autobús me besó, nunca sentí algo igual, antes de rozar mis labios con los suyos parece que el tiempo se cansó de girar, cerré los ojos y fue como si el mar y el cielo se juntarán en uno con un estruendo endemoniado, impulsando todos mis puntos nerviosos y casi destrozándome el alma de una estocada. Y ella se marchó. Subió al autobús y desapareció como desaparecen los ángeles entre las tinieblas.

 Los días siguientes fui a la cafetería tal y como acordamos pero ella nunca apareció, a veces pienso que todo fue un maravilloso y triste sueño pero, aún así, seguí visitando la cafetería por si ella aparecía, pero nunca lo hizo, aún ahora, muchos años después me pierdo algún día y me siento en la cantina al lado del cristal acordándome de ella, aún cuando llueve y veo un cristal manchado por las gotas se me enternece el alma. Aún mantengo esa esperanza.

No hay comentarios: